El milagro de la vida
Diversidad. Es eso lo que percibo cuando, en el último día de un retiro de meditación allá por Santa María de Besora (Catalunya, España), me vienen las imágenes de las distintas formas que adopta la vida y que pude presenciar en las horas anteriores. Una inmensa variedad de árboles que se aprecian en el paisaje, unos gusanos que miro de no pisar en mi camino, hormigas y larvas que se mueven debajo de donde estoy sentado meditando, las hojas de una encina que me dan sombra, unos aguiluchos que planean en el cielo, las caras de distintos integrantes de este retiro, el musgo sobre las rocas de un antiguo templo, el sonido de un abejorro que revolotea, el sabor del pimiento rojo que había en la cena de la noche, y un grupo de bichitos voladores que veo a contraluz justo encima mío…
Estas imágenes me vienen de forma desordenada, una tras otra, junto a la evocación del tacto, del sonido o del sabor que se asociaron a esas experiencias recientes. Y, acto seguido – como anticipo a mi interpretación – me doy cuenta de que cada una de esas distintas manifestaciones de vida es única e irrepetible, al igual que lo soy yo.
Ningún gusano es idénticamente igual a otro, ni lo es ninguna hormiga, ni las hojas de la encina, ni los aguiluchos, ni los compañeros de retiro. Todos tienen una individualidad que les diferencia, seamos o no capaces de percibirla
Los árboles se alimentan de diferentes combinaciones de nutrientes que sus raíces absorben, de diferente cantidad e intensidad de luz solar, de diferente nivel de humedad, etc etc.
Los humanos tenemos una combinación de cromosomas que condicionan nuestro género, pero luego a su vez no hay 2 personas del mismo género que sean iguales, y no tan sólo por su base genética – cuyo ADN es único – sino también por lo que ha consumido a lo largo de su vida. Sea la alimentación o las enseñanzas, el amor recibido, las circunstancias en las que ha crecido, la sociedad y el conjunto de creencias y valores con los que se ha desarrollado, o una mezcla de todo lo anterior, y de tantos otros tipos de condicionamientos a los que estamos expuestos.
Hay vida que crece y se manifiesta debajo del mar, debajo de una roca, a 7000 mts. de altura, en una isla o en el medio de un continente, en un desierto o en una selva tropical, con 20º promedio de temperatura o con -20º, siendo el primero de 4 hermanos, hijo únicos de padres del mismo género, o huérfano criado por tutores. Se puede haber nacido como abeja trabajadora, o la abeja reina. Se puede haber florecido del lado norte de una montaña o del lado sur, haber recibido una instrucción militar, o ninguna instrucción, puedes haber sido sobreprotegido o maltratado. Si has nacido macho, puedes ser del 1% de los sementales de tu especie que fecundan el 50% de las hembras, o de los que no han alcanzado ese status tras perder varias batallas de poder con tu pares (langostas marinas).
En todos estos ejemplos simplistas o escasos, hay – por supuesto – toda una gama de posibilidades intermedias entre los opuestos comentados, dando lugar a un forjado diferente de rasgos físicos, psíquicos y temperamentales que reafirman la dimensión “individual” de la vida como muestra de diversidad.
Esto adquiere una dimensión más transcendental cuando te das cuenta de que todas y cada una de esas manifestaciones de vida – tan distintas entre si - comparten la misma naturaleza… una única naturaleza*. Toda forma que adopte la vida se conforma -desde una perspectiva atómica y subatómica- de los mismos elementos que a su vez contiene la misma energía (campo de higgs) que es desde dónde se genera esa materia. Sólo varían las cantidades y la dosis de cada uno de ellos, determinando la especie y por tanto la forma, capacidades y atributos que les son comunes. Y por distintas que sean, toda manifestación de vida tiene la misma programación genética, que es la búsqueda de la supervivencia. Y de todas las especies, los humanos -aparentemente- somos los únicos capaces de tomar conciencia de lo maravilloso, lo majestuoso, y lo misterioso que resulta estar vivo.
Está, entonces, ese plano terrenal/existencial en el que cada uno es una manifestación única e irrepetible de vida, con su carácter prolífico e infatigable. Y está también ese plano de lo universal, de lo trascendental, que ajeno a la comprensión de cada uno como individuo, sigue un orden natural y conecta toda vida en un solo latir, en un solo vibrar… haciendo que TODOS seamos UNO.
Y esa ambigüedad, tan poética y compleja, es lo que hoy -desde una conexión mente/corazón- percibo como el milagro de la vida.
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*La vida que conocemos hoy en día es sorprendentemente parecida: puede parecer que un gusano es muy diferente de un mono y ambos del hombre y sin embargo, el gusano tiene 19000 genes frente a los 21000 de los seres humanos, quienes a su vez tenemos 23 pares de cromosomas por 24 pares de los monos; además, las coincidencias en el ADN son muy grandes, más del 98% coincidente entre los chimpancés y nosotros. Sin embargo, lo que más llama la atención es que las moléculas de la vida, aquéllas que forman parte de los seres vivos y solamente de los seres vivos son las mismas para todos.
¿Porqué y cómo sucede esto?
Después del big bang, la única materia primigenia que existía eran los simples átomos de hidrógeno, materia que dio lugar a las estrellas (acabo de resumir en una frase unos cuantos eones de tiempo, pero bueno…).
Pero el único elemento que existía era ese, hidrógeno, el más básico y ligero del universo, así que… ¿cómo se generaron todos los demás elementos, el carbono, hierro, azufre, etc., los que nos rodean en nuestro día a día y de hecho forman los cimientos de nuestra propia existencia a nivel molecular?
La respuesta es tan hermosa como simple: En el interior de las estrellas.
Cuando se forma una estrella comienzan a producirse reacciones de fusión, en las que la estrella “quema” hidrógeno transformándolo en helio, un elemento más pesado. Cuando la temperatura en el centro de una estrella llega a varios millones de grados ocurre la fusión de helio a carbono, del carbono y helio dando lugar al oxígeno, etc. Si la temperatura es aún mayor pueden formarse otros elementos pesados como el Magnesio, Azufre, Silicio, Níquel, Cobalto, Hierro, etc.
Cuando queman (fusionan) todo su “combustible” disponible, hay estrellas que simplemente quedan como cuerpos masivos inertes, pero a menudo, debido a su tamaño y/o temperatura, cuando llega ese momento la estrella se colapsa y estalla en lo que se conoce como una “supernova”. Ese estallido lanza al espacio todo un “huracán de polvo estelar” compuesto de esos elementos más pesados que el hidrógeno, un vendaval que provoca a su vez que en zonas cercanas del universo se comiencen a producir nuevas condensaciones de materia, que darán lugar a futuras estrellas, que a su vez estallarán algún día, etc.
Todo este proceso de estrellas que explotan y expulsan materia que alimenta a su vez a otras estrellas, repetido a través de unos cuantos miles de millones de años, da lugar a lo que hoy conocemos. En algún momento dado la materia pesada se va agrupando y se condensa alrededor de estrellas en forma de planetas, y en algún momento dado, si las condiciones son adecuadas, en varios (o muchos) de esos planetas, los “ladrillos” fundamentales de carbono que algún día nacieron en el interior de una estrella se transforman en VIDA orgánica.
La impresión de “infinito” que nos produce mirar al firmamento en una noche clara la podemos sentir también cada vez que miramos a nuestro alrededor y recordamos que TODOS y cada uno de los átomos que forman TODA esa materia que nos rodea (incluidos nosotros mismos) no es ni más ni menos que “polvo de estrellas”.